martes, 10 de agosto de 2010

Phi

Mi escorpión Phi vive en la mesita de luz. En el cajón de arriba porque en el de abajo pongo el reloj y la calculadora y a él no le gustan los números ni el sonido de la maquinaria del tiempo. Eso lo deduje de su actitud evasiva, aunque podría tratarse del olor a perfume impregnado en la madera –producto de un accidente provocado por mi hermana mayor– lo que le disgusta. Ella suele revisar mis cajones buscando objetos desaparecidos y restos de zoologías que rescato de la calle.
Ignoro de qué se alimenta este escorpión y cuáles son sus costumbres, por lo que no llego a considerarlo una mascota. Debe ser muy independiente, y persistente, pues ha sobrevivido a los escobazos de mamá y varios ataques insecticidas. Cuando duermo pasea sobre mi cuerpo – tal vez lo sueño-, y a menudo pernocta bajo la almohada. Yo sé que está allí y no me molesta ni le temo.
Un día, al salir del colegio, olvidé la ventana abierta. Mi escorpión escapó al jardín y envenenó al jardinero, que estaba podando un rosal. El viejo creyó que lo había picado una espina, se frotó la herida y continuó su trabajo. A los pocos minutos estaba muerto. Phi se ocultó entre los pétalos de una enorme rosa china mientras la policía realizaba su investigación. Tuvo suerte, nadie lo pisó. Por la noche volvió a meterse en el cajón de la mesita de luz, bastante contrariado. Es como yo digo: odia los perfumes.

Ellos

El bar está cerrado. Son las cuatro de la mañana. La ciudad parece sumida en su niebla nocturna, lo sabemos. Y esto hace que una busque refugio, una cama o un café. El buen whisky ayuda, recupera la garganta lijada por la vigilia y hace pensar en cosas improbables.
El bar está cerrado, pero esto no les impide entrar a Pedro y Leo, riendo. Son los dueños del lugar y también, hasta cierto punto, de mi vida.

LEO.- Pedro, te dije que lo sacaras a pasear, no que lo mataras.
PEDRO.- (Tropezando, casi ebrio) Vamos, brindemos.
LEO.- Esta no es manera de llevar un negocio.
PEDRO.- ¿Creés que no conozco la mierda con la que trato?
LEO.- ¿Arreglaste lo de Gisel?
PEDRO.- Está bien que cante. Me alegra.
LEO.- Te usa.
PEDRO.- Y yo a ella.
LEO.- Andá a jugar con la chica...Estamos viendo “Una noche bizarra”, con Pedro y Leo.
PEDRO.- Soy un gran artista. Un día todos lo sabrán.
LEO.- Andá. Yo me arreglo.
PEDRO.- Soy un elegido.
LEO.- Fuiste monaguillo. Eso te afectó.
PEDRO.- En ocho semanas todo puede cambiar, como en el aviso de detergente.
LEO.- ¿Qué?
PEDRO.- El aviso.
LEO.- ¿Qué querés decir?
PEDRO.- La chica. Ya no...
LEO.- ¿No qué?
PEDRO.- Tu cabeza tiene precio ¿Sabías? Todo bien, y de pronto te sale con una historia. Es duro, otra vez lo mismo.
LEO.- ¿Estás saliendo con alguien más?
PEDRO.- ¿Quién, yo? ¿Por qué debería ser yo quien..?
LEO.- Porque siempre es así.
PEDRO.- No lo es.
LEO.- Sí, es así.
PEDRO.- Te aprovechás porque no me acuerdo con precisión.
LEO.- Estás lavando plata, impreciso. Comprando dólares.
PEDRO.- No, qué decís. Hablemos de mujeres.
LEO.- Bueno, entonces andá a jugar con la chica.
PEDRO.- Ya no me apetece.
LEO.- Significa mucho para mí.
PEDRO.- ¡Pero por qué!
LEO.- Me dejarías más tranquilo. Ahora sé que andás en algo.
PEDRO.- Toda esa farsa es basura. Yo veo otras cosas en lo que veo, ¿entendés?
LEO.- ¿Es linda? La nueva.
PEDRO.- Oh, sí. Quizás lo intente.
LEO.- Decíselo, así se entera. Ellas quieren de la vida lo mismo que vos.
PEDRO.- Dije quizás. Me contengo.
LEO.- ¿Por qué?
PEDRO.- Dejo que continúe. Todo. Me detesto. No puedo dar todo. Y cuando por fin las encuentro tiradas en la cama, llorando, siento alivio.
LEO.- ¿Compraste dólares?
PEDRO.- Te devolveré todo.
LEO.- Mirá que te apago la luz, eh.
PEDRO.- Todavía tengo el control.
LEO.- ¿Encontraste algo interesante?
PEDRO.- Creí que deseabas hablar de minas.
LEO.- Yo no soy el evasivo. Calmate.
PEDRO.- Acepté una propuesta.
LEO.- Calmate. Ultimamente discutimos mucho, pero pongamos paños fríos, ¿sí? Las cartas sobre la mesa.
PEDRO.- ¿Justo vos me lo pedís? Confías más en esas putas que en mí.
LEO.- ¡No son putas!
PEDRO.- Vamos.
LEO.- ¡No, no lo son! ¿Qué clase de propuesta aceptaste?
PEDRO.- No fue nada.
LEO.- ¿Nada? ¿Estás comprando o no?
PEDRO.- Sí.
LEO.- Por lo menos, ¿Sabés cuál es su apellido?
PEDRO.- ¿Qué es esto? ¿Un interrogatorio, una humillación privada?
LEO.- De acuerdo. Si querés hacerlo solo...
PEDRO.- No es nada grave.
LEO.- ¡Esto es estúpido!
PEDRO.- Estoy pensando en irme.
LEO.- No te veo pegado.
PEDRO.- Tomemos café.
LEO.- ¿Estás borracho?
PEDRO.- No.
LEO.- ¿Entonces qué pasó con ese tipo, ahí afuera?
PEDRO.- Nada, hizo un comentario.
LEO.- ¿Quién era?
PEDRO.- No sé.
---
LEO.- Ya no me respetás, Pedro.
PEDRO.- Mentira. Fui bueno. Voy a dejar algunas cosas.
LEO.- ¿Qué cosas?
PEDRO.- Que ya no quiero hacer.
LEO.- Parece que hubieras sufrido.
PEDRO.- Hay una gran distancia entre sentirse bien y hacer lo correcto.
LEO.- No me hagás reír.
PEDRO.- Es cierto, lavan dinero. Estoy colaborando.
LEO.- ¿Por qué me lo contás? ¿No te lo bancás solo? Y decís que te vas.
PEDRO.- Las cartas sobre la mesa. Es todo.
LEO.- El café está amargo. Alcanzame un pedazo de torta.
PEDRO.- ¿No podés agarrar?
LEO.- Ya que estás parado... Nunca te importó.
PEDRO.- Tomá la bandeja, cométela. (Pausa) Ella ya lo tiene todo. De la vida, lo tiene todo, ¿entendés?
LEO.- ¿Qué le hiciste creer?
PEDRO.- Con ella soy tal cual. Soy Pedro, así de simple.
LEO.- ¿De qué les hablás, que todo el mundo termina queriéndote?
PEDRO.- Ojo, yo no soy el único farsante acá.
LEO.- (Pausa) ¿Y dónde pensás ir?
PEDRO.- Todavía no sé. Es por un tiempo. Tengo que volver, después.
LEO.- ¿Esos tipos te apretaron?
PEDRO.- Te digo que son muchas cosas. No te metás.
LEO.- Ok. Supongamos que a tu regreso todos los problemas se hayan solucionado mágicamente. ¿Qué hacés?
PEDRO.- (Ensimismado) Voy a construir el edificio más alto de la ciudad.
LEO.- Ah, era eso.
PEDRO.- Compasivo. ¡Detesto ese tono compasivo!
LEO.- ¡Y yo detesto que digás detesto a cada rato! (Pausa) Entonces ya sé quién es la mina.
PEDRO. - Me voy.
LEO.- Pará. ¿Creés que te van a dejar ir así nomás? Estúpido, sentate y pensá, trabajá con esa cabeza.
PEDRO.- No, Leo. Viví hasta ahora sentado, pensando. No funcionó.
LEO.- ¡El edificio más alto! ¡Pelotudo! Usaste a la mujer para robar el proyecto.
PEDRO.- El plano era mío. En el fondo era mío...
LEO.- ¡Y estás lavando guita para construirlo!
Pedro.- Es tan fácil, Leo, una vez que te decidís...
LEO.- Estamos perdidos.
PEDRO.- Despreocupate, no te involucré a vos.
LEO.- ¿Qué significa eso, exactamente?
PEDRO.- No te meto, estás a salvo. Yo voy solo. Si algo sale mal, pago yo. (Pausa) Qué.
LEO.- (Agobiado) Una pregunta. ¿Te vas con ella?
PEDRO.- Ni loco. Le dije que viajaba al exterior, a un congreso.
LEO.- (Pausa) ¿Tuviste miedo?
PEDRO.- Son dos preguntas.
LEO.- Contestá.
PEDRO.-¿Qué pasa?¿Estamos en el programa “te cuento mi experiencia”? No me siento un delincuente, si querés saber. A veces hay una sola manera de hacer las cosas.
LEO.- Mal, por lo que veo. Reconozco que no somos santitos, pero...
PEDRO.- Loco, vos estás limpio.
LEO.- ¡Y eso qué mierda importa! ¿Si pasa algo creés que no me voy a meter? ¡Si estás vos, estoy yo! ¿Te das cuenta, imbécil?
PEDRO.- Así fue hasta ahora. Debe cambiar (Hace ademán de irse) Chau.
LEO.- ¡Pedro! Tomate ese café.
PEDRO.- Es tarde.
LEO.- ¡Tomá -ese- puto –café!
PEDRO.- No tuve miedo. Te contesto. Y no tengo miedo ahora.
LEO.- Pensás dejarme solo con todo, acá.
PEDRO.- (Se ríe) Oh, ahora soy un hombre útil. Quién lo hubiese imaginado.
LEO.- En este pequeño sistema que armamos sos una pieza necesaria. Nunca negué eso.
PEDRO.- Ok. (Se vuelve) Decime una cosa, Leo, ¿vos me querés?
LEO.- ¿Qué decís? Claro, te aprecio, somos amigos.
PEDRO.- Bueno, entonces prestame diez mil.
LEO.- ¿Para qué?
PEDRO.- No puedo decirlo. Tendrás que confiar.
LEO.- Ah, vos tendrás que confiar.
PEDRO.- ¡Vos!
LEO.- ¡Vos! ¡Yo pongo la plata!
PEDRO.- ¿Ves cómo funciona el sistema? Chau, hermanito.
LEO.- Esperá. Te doy.
PEDRO.- No, no. Era una prueba. Gracias igual.
LEO.- Te fue bien.
PEDRO.- ¿Qué?
LEO.- Estás envalentonado porque la jugaba te salió bien. Hasta ahora por lo menos.
PEDRO.- Deseame suerte.
LEO.- Siempre la tuviste.
PEDRO.- (Va a salir, pero se vuelve y lo abraza) ¡No puedo seguir, Leo, no puedo seguir!
LEO.- Te entiendo, Pedro, te entiendo.


Se fueron juntos. Yo salí de mi escondite bajo el mostrador, estiré las piernas y arqueé la espalda hacia atrás. Apagué la grabadora, ignorando si allí había datos como para darle crédito a mi vida. Me sentí mejor, el whisky había hecho su gestión. De pronto sentí alivio, esa ligereza mental (tal vez de la conciencia) y el cansancio físico sin embargo vigorizante posterior a los grandes momentos. Había tomado una decisión. Yo, Gisel, había tomado una decisión.

FIN

miércoles, 28 de enero de 2009

Moli

Quiso que me quedase y lo hice, porque me sentía enferma, y por lo sucedido. A las pocas horas hubiese pedido un taxi, pero ella era mi madre, y la gripe no me dejó salir de la cama. Pasé unos días en la bruma, la fiebre hizo su trabajo. Después ella apareció, nítida, tras el humo de un plato de sopa. Puso la bandeja sobre mi estómago, se sentó y esperó. Yo removí la cuchara sin mirarla, pero la adivinaba observándome con atención, concentrándose en el movimiento de mis manos, en el esfuerzo de mi cuello, en la búsqueda a tientas de mis labios.
-Despacio –murmuró.
Me quemé, y por el mismo surco ardiente que se abrió en mi pecho imagino que salió el grito:
-¡Ma, tengo treinta y cuatro años, dejame...!
Temblé, dudando de mi propia voz. No necesitaba ese tipo de resistencia, era infantil. Jugábamos nuestros papeles en esa escena mínima. Mi madre desvió la mirada sin ofenderse, con una especie de dolorosa comprensión, hasta tropezar con el portarretratos de la mesita de luz. Allí estábamos con mi hermana Moli, apenas salidas de la secundaria. Mi hermana melliza Moli, que estudió medicina y después se casó y tuvo tres hijos, todo con una decisión temeraria. Solía decir que la temeraria era yo, abandonando Derecho y probando un tercer matrimonio destinado sin dudas al fracaso. Moli era linda, inteligente, responsable, segura. Una semana atrás (ya había pasado todo ese tiempo) Moli venía a visitar a mamá, con el portafolios en una mano y un enorme ramo de flores en la otra. Un automovilista cruzó el semáforo en rojo y la mató.
Dejé la comida y miré a esa mujer quebrada desde otro lugar, desde un sitio francamente imposible. Sentí un movimiento extraño, desde adentro, que se acrecentaba como un sonido, pero dolía a medida que avanzaba. Me removí, buscando de nuevo la bruma protectora. Inútilmente. Le cayeron de los ojos lágrimas como piedras, y el desmoronamiento nos alcanzó a las dos. Entonces, presurosamente, se llevó el plato de sopa. Deseé que la fiebre pudiese conmigo.


FIN

miércoles, 5 de noviembre de 2008

UNA BEBIDA EXÓTICA

Los hechos que voy a narrar sucedieron alrededor del año 1230. Empezaron a gestarse en un lugar situado entre los dos ríos sagrados de Asia septentrional y terminaron en las puertas orientales de la Europa cristiana, casi una década después.
Eran los tiempos de Ogadai, el tercer hijo del gran Kan, los tiempos de la muerte. Ello constituye un insoslayable referente histórico a la par de la anécdota milagrosa que supo manifestarse en esos días de la invasión bárbara liderada por un hombre convencido de que era deseo del cielo su dominio del mundo.
En una vasta altiplanicie, no muy lejos de las Murallas de Karakorum, la capital del Kan, en un campamento de pastores vivía un joven al que señalaban los ancianos como el hijo de Dios. La noticia corría por las tribus que seguían sus rebaños a través de todo el continente, pero el muchacho no había presentado evidencia alguna de la veracidad de tan grave afirmación. Además, según las creencias, no se esperaba ningún enviado divino.
El joven era un mongol igual a los demás, hijo de pastores nómadas dueños de algunas ovejas y cabras. Sus tareas se limitaban a cuidar los animales y ordeñar la yegua para hacer el kumys con su leche fermentada. Lejos se hallaba su historia de sentar parecidos con el Gran Kan, cuyo padre había nacido de una viuda visitada por un espíritu dorado.
Él hacía sus trabajos y luego partía para llevar agua y alimentos hasta una lejana tribu semipermanente de ancianos y pobres. Sin caballos ni camellos los hombres optaban por un obligado sedentarismo; empezaban a sobrevivir. Entonces un día veían acercarse a un muchacho solo, sin cabalgadura, que les traía algo de comer y beber, raramente kumys, la bebida inapreciable.
Su nombre bien pudo haber sido Takuán, pero los nombres así como lugares y detalles fueron desvirtuándose a través de los sucesivos relatos que, en las hogueras memoriosas, resucitan la historia. Por tal razón resultará ésta otra versión infidedigna rescatada de un borroso tiempo ajeno a nuestros días, que nos basta recorrer superficialmente para comprender solo una más de la multiplicidad de sutilezas que la creación ha sembrado a nuestro alrededor.
Takuán -así lo llamaremos-, un día vio pasar ante su rostro asombrado un cortejo fúnebre, deduzco que el del Gran Gengis, y también alcanzó a presenciar horrorizado el sacrificio de dos ancianos que se encontraban para su desgracia en el camino. Más tarde le explicaron que así era el ritual, que él había salvado la vida al esconderse, pero nunca pudo comprenderlo, ni olvidarlo. Su brillante memoria conservaba intacta la imagen de aquel cuadro feroz; le parecía que eso no estaba bien.
Pasaron los años. Takuán seguía recorriendo los campamentos ora trabajando, ora ayudando voluntarioso a algún pastor, convirtiéndose en un personaje muy conocido en ese lado de la montaña. Él escuchaba a los ancianos, discutía con los hombres y era muy popular entre los niños. Todos recordaban haber recibido algo de él, aunque nada poseía. Su joven rostro de cera y sus ojos negros inquisidores resultaban familiares en las tiendas que visitaba. Los hombres de las tribus aceptaban su sonrisa amable y su voz poderosa y apacible, como la de un poeta.
Cuando el ejército del Kan se lanzó a conquistar el mundo, todos empobrecieron aún más. Bajo las tiendas humildes vieron amanecer días aciagos, enfermedades que habitaban hasta en el aire; sus animales morían o debían sacrificarse para alimento. Takuán los acompañaba en sus penurias, aunque era el primer perjudicado. Su padre había muerto luego de perderlo todo. Sin embargo aguzó su ingenio para vivir con su madre en una tierra áspera que nada dejaba florecer, y para ir en auxilio de los demás. Ello aumentó su fama en el Imperio.
Cierto día, uno de los comandantes del Estado Mayor del Kan, el encargado de las ejecuciones, visitó el campamento de Takuán preguntando por él. Los dos hombres coincidieron en un claro del monte anochecido.
Probablemente ésta fue la conversación que sostuvieron:
- ¿Tú eres Takuán, al que llaman el Enviado del Cielo?
- Yo solo soy Takuán, señor.
El militar guardó silencio. Lo observaba con la burla acentuada en los movimientos briosos de su cabalgadura magnífica. Luego de completar varios círculos a su alrededor, de espiar con detenimiento sus ropas sencillas, sus brazos largos y finos que resolvían una figura más bien corriente, concluyó que no había en él rasgo alguno de divinidad. Y visiblemente feliz por ello continuó:
- Si eres el Enviado del Cielo como dicen los ancianos sabios, debes saber que nuestro Imperio está destinado a extenderse por todo el mundo.
- No veo a qué otra cosa podría dedicarse su ejército, señor. No soy tal enviado, pero si lo fuera no tendría buenas noticias para usted, pues dudo que a Dios le agraden la destrucción y la muerte.
- ¿Te atreves a poner en duda la misión sagrada del Gran Kan? ¿Sabes que puedo matarte aquí mismo?
- Lo sé, señor, pero mi muerte nada cambiaría. No depende el destino glorioso del Imperio o su decadencia de un pobre pastor como yo.
- Tienes razón... Eres hábil. Te dejaré con vida, eres joven aún y podrás dar fe de nuestra benevolencia con los razonables, que solo somos instrumentos de la voluntad divina. Pero debes atender una condición: debes dejar estas tierras, desaparecer para siempre, como si hubieras muerto.
- ¿Y si me negara, señor?
- Mañana volveré a esta hora, y si aún estás aquí pasaré a cuchillo a todo el campamento y haré una gran fogata con él. Piensa, mientras estés vivo.
Lo que siguió a este diálogo – improbable para unos, señal milagrosa para otros -, es fácilmente deducible de su propio contenido. Takuán se dirigió a su tienda cuidándose de ser visto, recogió sus cosas y desapareció rumbo al poniente, hacia la negra silueta de la montaña.
Los pastores no volvieron a saber de él. Su madre murió de alguna enfermedad o de tristeza, tanto pensar en un trágico fin. Los hombres lo recordaban cada día con mayor fervor, exaltando la figura de Takuán a la luz de las creencias. Tan misteriosa desaparición alimentaba conjeturas diversas, razones improbables, hasta el punto en que llegaron a creer en sus orígenes celestiales y reunirse para hablar de él y recordar los días venturosos que trajera a esa tierra castigada su presencia luminosa.
Los ancianos sospechaban que allí no acababa todo, que el feliz y efímero tiempo que el joven compartiera con ellos guardaba un significado trascendental, que la respuesta los esperaba años adelante en la historia.
Se dice que Takuán cruzó a pie la montaña y el desierto, siempre hacia el este, buscando las ciudades occidentales; que ocupó diez años en hacerlo, que
muchas veces estuvo a punto de perecer, débil, hambriento y lastimado, en los caminos peligrosos de las montañas, por la nieve inaccesible y el viento impiadoso del norte. Pero él nunca abandonó el rumbo. En los pueblos que hallaba reparaba sus fuerzas y reconfortaba su espíritu abatido. Sus ancestros habían errado por las llanuras buscando alimento para sus animales. Sin embargo la absoluta soledad se le tornaba insoportable. Igual no se detuvo en un lugar más de lo indispensable para reponerse. Apenas recuperado regresaba al camino, como obedeciendo a una extraña profecía.
A su lado vio pasar montes milenarios, verdaderos mares de tierra fértil que no le recordaban su paisaje, desiertos monótonos llenos de viejas imágenes que lo atormentaron. Mas pronto descubría indicios de campamentos o aldeas próximos y su corazón olvidaba las penurias pasadas. Nunca en todos esos años se había vuelto a mirar sus huellas.
Entonces comenzó a encontrar ciudades en ruinas, aldeas enteras quemadas y unos pocos sobrevivientes deambulando, enfermos y sin juicio, como si un terremoto hubiese ocurrido minutos antes de su llegada. Las noticias que obtuvo fueron nefastas: algunos días adelante marchaba el ejército del Kan en horda embravecida, sembrando terror y muerte en cuanta ciudad hallaba. Los pueblos eran sometidos al nuevo orden del Imperio y los rebeldes asesinados sin piedad.
Desde ese momento el camino de Takuán se tornó más penoso y sacrificado. Atendía a los heridos y trataba de organizar al supérstite sin medios ni motivos ya para luchar por la existencia, pues el exterminio había alcanzado hasta sus propias familias. A esos pueblos el hachazo del invasor les había partido el alma.
A sus habilidades de orador, a su voz fuerte y su sonrisa entusiasta debió acudir Takuán para levantar los ánimos y nuevos refugios. Luego volvía al camino, esta vez para localizar otros grupos, otras ciudades arrasadas por los bárbaros, y prestarse voluntarioso a las tareas de reconstrucción.
No siempre y en todo lugar fue bienvenido. La presencia de Takuán, de origen mongol como el invasor, despertaba dudas acerca de sus buenas intenciones, y los odios comprensibles de las víctimas que había cobrado eI imperio. De algunas ciudades fue echado a patadas e insultos, en un pueblo fue castigado en público y abandonado en el desierto. En otra oportunidad fue condenado a muerte y un hombre le ayudó a escapar durante la noche. Luego, alejados del peligro, aquél se presentó como un joven aldeano que lo había seguido durante todo su peregrinaje. Su nombre – si quisiéramos movernos en las cercanías más rigurosas de la verdad -, carece de importancia para la historia, porque es inverosímil y conviene liberarlo a la subjetividad del lector.
Entonces, con un compañero de viaje, el dolor y pesadumbre de Takuán se aligeraron. Marcharon rápido y auxiliaron a cuantos se lo permitieron. Pronto fueron sumándose otros hombres decididos a ver nuevos horizontes, subyugados por la figura del joven mongol, a esas alturas exaltado a líder, con la iniciativa y la sabiduría propias de los hombres que han visto suficiente.
No corresponde entrar en detalles de esas andanzas porque lo esencial y rescatable de la historia sucedió en una ciudad occidental, probablemente Kiev.
Los ejércitos del Kan, dominantes desde Polonia hasta las costas del Adriático, esperaban ansiosos la orden para lanzarse sobre Europa. Takuán y sus seguidores (que los ingeniosos aseguran eran doce), se encontraban en una de las ciudades tomadas. Estaban en un viejo templo donde pasarían algunos días, cuando apareció el comandante del Kan.
Empezaba a oscurecerse la ciudad sometida.
De este segundo encuentro sobrevive un tramo sustancioso y decisivo para el futuro de los dos hombres.
- ¿Tú eres Takuán, el Enviado del Cielo?
- Yo solo soy Takuán, señor.
- ¿No te he dicho que si volvía a verte morirías?
- Sí, pero ya no estamos en el campamento, señor.
- Es verdad. ¿Sabes dónde nos encontramos? Estamos golpeando las puertas de Europa. Pronto las echaremos abajo y los liberaremos de sus riquezas y de su estúpida religión.
- Lo sé, señor. He visto en mi camino el trabajo que ha hecho su ejército.
- No te expreses en ese tono, Takuán, aún puedo matarte.
- También lo sé. Pero mi muerte nada cambiaría... Permítame ofrecerle un presente como disculpa por mi irreverencia.
- ¿ Qué traes en esa vasija?
- Es vino, una bebida que le dará gusto probar. Y también al Kan.
- La probaré, mas dudo que el Kan la prefiera a nuestra bebida.
- Oh, beban por la victoria del Gran Imperio, señor.
- Bien, Takuán, veo que has aprendido mucho en todo este tiempo. Mañana regresaré a esta hora y quizás tú y tus amigos quieran unirse a mi ejército.
- Aquí estaremos, señor.
Cuando el comandante se marchó, Takuán y sus compañeros dispusieron la cena. El fin del mundo cristiano era inminente.
Al otro día el militar no apareció en el templo como lo prometiera, y en la ciudad corrían rumores de que los bárbaros preparaban la retirada. Efectivamente, todos vieron pasar al ejército imperial que regresaba a su tierra con todos sus pertrechos, renunciando a la conquista de Europa, envainadas las armas y las ambiciones de dominio y sangre.
Nadie sospechó ni aventuró razones para tal cambio, excepto Takuán, quien reconoció en el comportamiento de las tropas y el andar solemne de los generales, los preparativos y las formas de un funeral. Nadie advirtió que regresaban a la tierra sagrada entre los dos ríos porque el Gran Kan había muerto, intoxicado con una bebida exótica que los occidentales llamaban vino.
Tiempo después Takuán reunió a su gente y les dijo:
- Amigos míos, es hora de partir.

FIN

martes, 19 de agosto de 2008


El peregrino


El Sanyasi recorre el camino rumbo a la naciente del Ganges. Un periodista inglés, ávido por comprender su forma de vida, lo interroga:
-¿Desde qué edad eres peregrino?
-Desde los veinte años –contesta el Sanyasi-. Ambos están sentados sobre unas piedras, descansando.
-¿Y toda tu vida es andar así, errante?
-Así es –dice el otro, con placidez incomprensible.
-Pero, ¿no tienes familia, no piensas en ella?
-Oh, claro que sí. Pero todo eso es el pasado, ahora tengo un camino con una sola dirección: adelante. Debo desprenderme, dejarlos ir...
-No alcanzo a entenderlo...
El Sanyasi procuró un largo suspiro, y luego de unos minutos, visiblemente conmocionado dijo:
-Ah, el camino te guarda tantas maravillas... Mira, si no: tú eres un hombre desconocido, de un lejano país, y me has traído el recuerdo de mi familia.

viernes, 15 de agosto de 2008


Los toros



- Onde sea grande lo bejuqueo, va´ver – gritó Mulito, fregándose el pellizco en las costillas. El torero reía. Eran dos niños antes de la corrida.
- Se dice cuando. Y garrotiar, que pareces
peruano.
- ¡Y si de Tumán vengo!
Iban siguiendo el tintineo de las llaves por el corredor a oscuras. El portero los precedía con la circunspección de un monje, iniciando el ritual de esa tarde en la Ciudadela ecuatoriana.
- Ni caso. De donde naces, no de donde vienes, debes parecer, Mulito.
- Ah, de Gijón, entonces. Me trajo Don Rómulo, con sus petates.
- Don Rómulo, eh –gruñó el torero.
- Como le va, el mismísimo portero de la plaza Monumental. No me enñude que yo sé quién soy, ño´Miguel.
- ¿Y a qué vino el Don...?
- A laborar en el cortijo de Mende...
- Méndez. Riveira Méndez, será.
- Como le digo. Va´criar los toros, que al otro se le empastan.
- Y tú, ¿en qué serás específico?
- ¡Ah! Me mandarán gavillar, va´ver.
- ¿Dónde está tu madre, Mulito?
- ¿Onde va´estar? Muerta, dice Don Rómulo.
- ¿Y tu padre?
- Perdido. ¿Onde va´estar?
Callaron. Las llaves cuchichearon en la cerradura. Mulito, el aprendiz, lo miró como a un prócer encarnado. Miguel, el torero, presintió la impaciencia creciendo desde la planta de su pie derecho, el que solía atrancar para hacer molinetes y pases extraordinarios, y aquella manoletina encantada que despertaba hurras y aplausos. Giró el tobillo para relajarlo. Méndez. Méndez había traído esos toros. Los goznes chillaron y la puerta se abrió como una noticia. No iba a doblar así nomás.
- Y menos ahora...
- ¿Ora qué, ño´Miguel?
- Que voy a ser padre.
- Uyyy... Mejor gavillar, ¿no?
- Yo qué sé.
- Nadie sabe, dice Don Rómulo.
- No, nadie.
- Puro susto, va´ver.
- Sí... Pero hoy es la última, Mulito.
- ¡Ño´Miguel corta un rabo esta tarde!
- Dios te oiga.
- Amén.

jueves, 14 de agosto de 2008

Nemausus

* Primer Fuego, cuentos. Ed El candirù.

- ¿Qué haces, Marco? – dijo el romano, palpando el puño de su espada entre las ropas.

- Espero a Clivio – contestó el otro, cerrándose por delante el manto oscuro que escondía su identidad.

Las sombras de la noche eran las aliadas perfectas para sus planes. Enfrente, cruzando la ancha vía, se levantaba silenciosa bajo la luna, la torre de Nemausus, como un pensamiento lúgubre.

- ¿Cuántos hombres has conseguido? – preguntó el recién llegado, paseándose nervioso junto al muro de piedra.

- Unos veinte. Vendrán por el otro lado, por los campos.

El romano suspiró sacudiendo la cabeza. Apoyó la espalda y la nuca en el muro áspero, cruzando sobre su prominente pecho los brazos musculosos. Era un verdadero guerrero, su mirada de águila cautelosa revelaba aptitudes para el combate, aunque no portaba vestimentas militares.

- ¿Crees que serán suficientes?

- No lo sé, pero al menos no contaremos solo tú, Clivio y yo...

Marco permaneció inmóvil. Era más pequeño y más viejo que el otro.

Probablemente un doctor, o un hombre de letras. Pero su aparente debilidad desaparecía en la expresión aguda de su rostro, en el brillo inquisidor de sus ojos oscuros. Marco era el perfecto ideólogo de todo plan. Había organizado la incursión a Nemausus cuidando cada detalle como un artesano en la pieza que debe resultar perfecta, y, si fuese posible, de digna culminación.

Los preparativos, llevados a cabo en estricto secreto, le habían ocupado un mes, porque los hombres vivían temerosos. El aire alrededor de la torre estaba cargado de magia y superstición. El solo nombre de la Turris Magna les hacía huír o rechazar de plano toda charla en su referencia.

Marco había logrado despertar en unos cuantos hombres el interés por unas monedas, para rodear la torre, irrumpir en ella por sorpresa, y descubrir qué ocurría allí. Clivio sospechaba que la torre era el lugar elegido por los alamanes – enemigos de Roma- para sus reuniones secretas, razón que los empujó a conseguir armas. Y eso fue tarea más difícil. Pero un día apareció el corpulento romano, enterado cabalmente de sus planes, y el proyecto avanzó. Alguien proveyó las armas y la noche del asalto fue fijada. Esa noche del año

400, templada y silenciosa, con una luna completa brillando sobre Nemausus, bello motivo para un pintor, o un alma sensible.

Una sombra delgada y larga avanzó por el muro. Los dos hombres se movieron, alertas.

- ¡Eh! Soy yo, Clivio – dijo una voz, cuando la sombra ya se esfumaba sobre ellos.

Marco sonrió para aliviar la tensión, y el romano puso gesto de disgusto.

- Estás retrasado – dijo Marco -. Nuestros hombres deben estar allí. Pronto encenderán las antorchas y nos reuniremos con ellos para entrar.

El joven miró al romano con desenfado y le palmeó la espalda. Era alto, cenceño y de agradables facciones; se reía con facilidad y no dejaba de guiñar un ojo mientras atendía a su interlocutor. Afectando seriedad tomó a Marco de un brazo y lo llevó a un aparte.

- Escucha, Marco, estuve pensando que tal vez no sea buena idea entrar esta noche a la torre – murmuró al oído atento de Marco.

- ¿Qué has sabido, Clivio? – lo interrogó el viejo, con el ceño fruncido.

El plan se encontraba demasiado avanzado para suspenderlo. Habían gastado dinero y tiempo, y aquellos hombres se negarían a volver sin paga, amén de la desconfianza que generaría tan sorpresiva retirada.

- Oh, nada, nada, Marco – dijo Clivio. Miró de reojo al romano que permanecía atento a las inmediaciones de la torre. Murmuró, más bajo: - Es éste romano. No lo conocemos... ¿Quién es, eh? ¿De dónde ha venido? Bien puede ser un traidor... ¿Por qué confiamos tanto en él, Marco?

- Clivio – dijo Marco, caminando un poco adelante -. ¿No crees que es tarde para una discusión como ésta?

Se detuvo y enfrentó al muchacho con su aguda mirada. Mas allá veía al

romano pasear impaciente sin perder de vista el tenebroso edificio.

- Mira, Marco, sabes que te estimo – dijo el joven. Se había puesto serio. El pelo rubio le caía, desordenado, sobre el rostro y la capucha rebatida: - Tú eres mi maestro, mi guía. He aprendido a leer gracias a ti, y no he conocido otro hogar que tu casa... Creo que debo ser sincero ahora...

- Adelante, Clivio – dijo el viejo, impaciente -, aunque no es muy oportuno...

- La verdad es que tengo miedo...

- ¿Qué?... Pero, ¿recuerdas, hace casi un año? Tú me llevaste noticias de

este lugar, de las leyendas que circulaban a su alrededor. Tú insististe en venir a investigar, Clivio.

- Sí, sí, pero se dicen tantas cosas...

- ¿Qué, qué se dice? –insistió Marco, ya enojado -. Vamos, habla. Tú no crees en los comentarios de la calle. ¿Sabes qué pienso? Que sientes el miedo ante lo desconocido. Es natural, estás viviendo el instante crítico, ya pasará cuando estemos ahí dentro, verás.

El rostro de Clivio pareció descomponerse de preocupación.

- Pero es que no solo temo por mí, sino también por ti, Marco, amigo. Ahora reparo en lo peligroso de nuestra empresa.

- ¡Oh! – sonrió Marco, caminando alrededor del muchacho -. Tú no lo sabes, pero no hay empresa que valga la pena si no estás dispuesto a arriesgar el cuello. Agradezco tu desvelo por mí, pero aún no me retiro.

- Pero...

- ¡Ey! – llamó el romano -, ahí está la señal, es la hora.

Marco acudió presto y miró hacia donde señalaba. Clivio lo siguió, aturdido. Las luces se movían bajo los árboles, frente a la entrada de la torre.

- Son ellos – dijo Marco, y ajustó su espada en la cintura.

El romano hizo idéntico gesto y se levantó la capucha para cubrirse la cabeza y el rostro.

Pasaba la medianoche. Todo estaba saliendo a la perfección, exceptuando las dudas de Clivio.

Pero las acciones continuarían su cauce cuando el líder dijera “Vamos”

- No vayas – imploró Clivio con voz temblorosa.

El romano se volvió asombrado.

- ¿ Qué dice este? – preguntó al viejo-.

- Digo que no debemos ir – articuló el joven con claridad-. Es evidente

que se trata de una trampa.

- ¿Pero de qué hablas, Clivio? – insistió el romano- Tú, Marco, ¿estabas

enterado?.

- No, no, hombre – dijo Marco, sacudiendo la cabeza- Es que Clivio está

sugestionado, eso es todo... Vámonos ya.

Marco inició la marcha para cruzar la gran vía y la plaza que por las mañanas se llenaba de mercaderes. El romano pronto alcanzó sus pasos, resuelto. Clivio fue tras ellos, sin saber a qué atinar para detenerlos.

- ¿Sugestionado?- gritó - ¿Sugestionado yo? Pues, les referiré lo que me han contado esta tarde.

Los dos hombres se detuvieron, intercambiaron miradas inexpresivas y esperaron a Clivio.

- Dinos lo que sabes, Clivio – exigió Marco, volviéndose.

- En la torre se llevan a cabo ritos extraños... - balbuceó el joven, acezando.

- ¿Ritos?- se asombró el romano-.

- ¿Ritos religiosos? –quiso saber Marco-.

- Demoníacos –murmuró Clivio-.

El silencio reinó por un momento. Las sombras que portaban antorchas comenzaron a deslizarse bajo los árboles, rumbo a la calle. Venían hacia ellos.

- Ritos- masculló el viejo- ¿Con sacrificios, te han dicho?

- Sí, sangrientas ofrendas a un extraño dios... - completó el chico

satisfecho. Había conseguido impresionarlos.

El Romano miró al grupo de hombres que se acercaba.

- Yo iré, de todas maneras. He luchado mil veces contra enemigos más poderosos que yo. No retrocederé esta vez, soy un guerrero. ¿Tú que harás, Marco?

Marco suspiró y sonrió.

- Eres valiente, romano-dijo- y Marco Caldivio jamás abandona a un valiente.

Los hombres se detuvieron a una distancia prudencial. Clivio los observó, asustado, aunque sabía que no eran enemigos: encapuchados y vestidos de negro, con los yelmos relucientes en sus brazos y las espadas cruzadas en la cintura. Parecían verdugos. Sí. Ellos ofrecerían esa noche el sacrificio a esa divinidad extraña, maligna. Ellos lo harían. Y Marco, y el romano... ¿Por qué no lo comprendían?

Marco se acercó a Clivio y le tomó el rostro blanco entre las manos.

- Dime, Clivio, hijo, ¿quién te ha contado eso?

- Julius, el grabador.

- ¡Julius está loco! – murmuró Marco, disgustado, acercando su cara a la

del muchacho.

- Eso es lo que opinan todos – contestó Clivio, parpadeando frenéticamente -. Pero tú me enseñaste que debo formar mis propias opiniones, y no creer en los corrillos de la calle.

- Escúchame, Clivio –gritó el viejo-. Espera noticias nuestras en casa. ¡Vete!... Volveremos al amanecer, ya verás.

Marco se unió a los hombres que esperaban. El romano miró a Clivio por última vez, y cuando habló parecieron endulzarse sus duras facciones de guerrero.

- Obedece, Clivio, cada hombre debe seguir su destino.

- No deben ir. Ocurrirá una desgracia –suspiró Clivio, derrotado-.

- Tú desconfías de mí –murmuró el romano-, y tal vez seas el único que cuente la historia.

A grandes trancos alcanzó al grupo de hombres que marchaba en procesión rumbo a la Turris Magna.

Clivio quedó solo en el silencio de la plaza desierta. Su esfuerzo había resultado vano. Ahogado en la desazón dio algunas vueltas esperando y observando la imagen lúgubre de la torre que permanecía muda y a oscuras, como si nada estuviera sucediendo en su interior.

Cuando el sol se insinuó en el oriente, Clivio se cruzó la manta sobre el pecho y emprendió el regreso a casa, a la casa de Marco Calidio.

Algunos años después, Clivio visitó a Julius, el grabador, que llevaba registro de los hechos que sucedían en el mundo conocido. Había escrito, con intención de advertir a la posteridad:

“Anoche, en la torre de Nemausus tuvieron lugar extraños sucesos. Veinte hombres acordaron encontrarse en las inmediaciones de la torre, marchar en su interior por corredores obscuros abiertos en las entrañas de la tierra, para enfrentarse a los hombres subterráneos. Sospechaban que en la Turris Magna se reunían en secreto los enemigos de Roma, por ello llevaron

armas y ánimo de combate. Sin embargo el encuentro entre los buenos y los malos de Roma nunca tuvo lugar, aunque algunos hombres que volvieron a la superficie cuentan una feroz lucha contra los hombres gusano. Pero tales dichos en boca de dos o tres desquiciados, no son dignos de fe.”

- ¿Cómo es que conoces, Julius, los hechos de aquella noche? –inquirió Clivio-.

- Oh, es mi trabajo, muchacho –dijo el grabador-. Debo dejar sentadas para el hombre del mañana todas las locuras cometidas en este mundo. Yo debo saberlo todo...

- Sin embargo lo que cuentas es singular, la gente aquí es muy supersticiosa... ¿Estás seguro, Julius, de saber la verdad?

- Humm, no, no, pero, ¿quién puede conocer la verdad? –sonrió el viejo, en tono misterioso-.

- ¿Es todo lo que has registrado sobre esa noche? –insistió Clivio-.

- Sí, bueno –carraspeó el grabador. Era un hombre diminuto, encorvado y feo, de humor voluble y celoso de sus registros. Continuó: - Sé que desde entonces un hombre extraño vigila esa torre, cada medianoche, con intención de asaltarla. Mas luego, al amanecer, desaparece.

- Hum... ¿Un hombre alto y delgado, así, como yo? – preguntó Clivio -.

- Sí, sí, eso me han informado... - rumió el viejo, pensativo -. ¿Quién podrá ser? ¿Qué intenciones lo impulsarán... ?

- Ah, Julius, si usted no lo sabe es que tal vez la respuesta no existe –rió el visitante, y se despidió del grabador.

En la calle, Clivio aspiró el aire fresco de la noche. La luna brillaba en dirección a Nemausus. Apurando el paso llegaría minutos antes de las doce. Se cubrió con la manta oscura y recogió la capucha. Al abrigo de las sombras sonrió de nuevo: el secreto estaba a salvo.