martes, 19 de agosto de 2008


El peregrino


El Sanyasi recorre el camino rumbo a la naciente del Ganges. Un periodista inglés, ávido por comprender su forma de vida, lo interroga:
-¿Desde qué edad eres peregrino?
-Desde los veinte años –contesta el Sanyasi-. Ambos están sentados sobre unas piedras, descansando.
-¿Y toda tu vida es andar así, errante?
-Así es –dice el otro, con placidez incomprensible.
-Pero, ¿no tienes familia, no piensas en ella?
-Oh, claro que sí. Pero todo eso es el pasado, ahora tengo un camino con una sola dirección: adelante. Debo desprenderme, dejarlos ir...
-No alcanzo a entenderlo...
El Sanyasi procuró un largo suspiro, y luego de unos minutos, visiblemente conmocionado dijo:
-Ah, el camino te guarda tantas maravillas... Mira, si no: tú eres un hombre desconocido, de un lejano país, y me has traído el recuerdo de mi familia.

viernes, 15 de agosto de 2008


Los toros



- Onde sea grande lo bejuqueo, va´ver – gritó Mulito, fregándose el pellizco en las costillas. El torero reía. Eran dos niños antes de la corrida.
- Se dice cuando. Y garrotiar, que pareces
peruano.
- ¡Y si de Tumán vengo!
Iban siguiendo el tintineo de las llaves por el corredor a oscuras. El portero los precedía con la circunspección de un monje, iniciando el ritual de esa tarde en la Ciudadela ecuatoriana.
- Ni caso. De donde naces, no de donde vienes, debes parecer, Mulito.
- Ah, de Gijón, entonces. Me trajo Don Rómulo, con sus petates.
- Don Rómulo, eh –gruñó el torero.
- Como le va, el mismísimo portero de la plaza Monumental. No me enñude que yo sé quién soy, ño´Miguel.
- ¿Y a qué vino el Don...?
- A laborar en el cortijo de Mende...
- Méndez. Riveira Méndez, será.
- Como le digo. Va´criar los toros, que al otro se le empastan.
- Y tú, ¿en qué serás específico?
- ¡Ah! Me mandarán gavillar, va´ver.
- ¿Dónde está tu madre, Mulito?
- ¿Onde va´estar? Muerta, dice Don Rómulo.
- ¿Y tu padre?
- Perdido. ¿Onde va´estar?
Callaron. Las llaves cuchichearon en la cerradura. Mulito, el aprendiz, lo miró como a un prócer encarnado. Miguel, el torero, presintió la impaciencia creciendo desde la planta de su pie derecho, el que solía atrancar para hacer molinetes y pases extraordinarios, y aquella manoletina encantada que despertaba hurras y aplausos. Giró el tobillo para relajarlo. Méndez. Méndez había traído esos toros. Los goznes chillaron y la puerta se abrió como una noticia. No iba a doblar así nomás.
- Y menos ahora...
- ¿Ora qué, ño´Miguel?
- Que voy a ser padre.
- Uyyy... Mejor gavillar, ¿no?
- Yo qué sé.
- Nadie sabe, dice Don Rómulo.
- No, nadie.
- Puro susto, va´ver.
- Sí... Pero hoy es la última, Mulito.
- ¡Ño´Miguel corta un rabo esta tarde!
- Dios te oiga.
- Amén.

jueves, 14 de agosto de 2008

Nemausus

* Primer Fuego, cuentos. Ed El candirù.

- ¿Qué haces, Marco? – dijo el romano, palpando el puño de su espada entre las ropas.

- Espero a Clivio – contestó el otro, cerrándose por delante el manto oscuro que escondía su identidad.

Las sombras de la noche eran las aliadas perfectas para sus planes. Enfrente, cruzando la ancha vía, se levantaba silenciosa bajo la luna, la torre de Nemausus, como un pensamiento lúgubre.

- ¿Cuántos hombres has conseguido? – preguntó el recién llegado, paseándose nervioso junto al muro de piedra.

- Unos veinte. Vendrán por el otro lado, por los campos.

El romano suspiró sacudiendo la cabeza. Apoyó la espalda y la nuca en el muro áspero, cruzando sobre su prominente pecho los brazos musculosos. Era un verdadero guerrero, su mirada de águila cautelosa revelaba aptitudes para el combate, aunque no portaba vestimentas militares.

- ¿Crees que serán suficientes?

- No lo sé, pero al menos no contaremos solo tú, Clivio y yo...

Marco permaneció inmóvil. Era más pequeño y más viejo que el otro.

Probablemente un doctor, o un hombre de letras. Pero su aparente debilidad desaparecía en la expresión aguda de su rostro, en el brillo inquisidor de sus ojos oscuros. Marco era el perfecto ideólogo de todo plan. Había organizado la incursión a Nemausus cuidando cada detalle como un artesano en la pieza que debe resultar perfecta, y, si fuese posible, de digna culminación.

Los preparativos, llevados a cabo en estricto secreto, le habían ocupado un mes, porque los hombres vivían temerosos. El aire alrededor de la torre estaba cargado de magia y superstición. El solo nombre de la Turris Magna les hacía huír o rechazar de plano toda charla en su referencia.

Marco había logrado despertar en unos cuantos hombres el interés por unas monedas, para rodear la torre, irrumpir en ella por sorpresa, y descubrir qué ocurría allí. Clivio sospechaba que la torre era el lugar elegido por los alamanes – enemigos de Roma- para sus reuniones secretas, razón que los empujó a conseguir armas. Y eso fue tarea más difícil. Pero un día apareció el corpulento romano, enterado cabalmente de sus planes, y el proyecto avanzó. Alguien proveyó las armas y la noche del asalto fue fijada. Esa noche del año

400, templada y silenciosa, con una luna completa brillando sobre Nemausus, bello motivo para un pintor, o un alma sensible.

Una sombra delgada y larga avanzó por el muro. Los dos hombres se movieron, alertas.

- ¡Eh! Soy yo, Clivio – dijo una voz, cuando la sombra ya se esfumaba sobre ellos.

Marco sonrió para aliviar la tensión, y el romano puso gesto de disgusto.

- Estás retrasado – dijo Marco -. Nuestros hombres deben estar allí. Pronto encenderán las antorchas y nos reuniremos con ellos para entrar.

El joven miró al romano con desenfado y le palmeó la espalda. Era alto, cenceño y de agradables facciones; se reía con facilidad y no dejaba de guiñar un ojo mientras atendía a su interlocutor. Afectando seriedad tomó a Marco de un brazo y lo llevó a un aparte.

- Escucha, Marco, estuve pensando que tal vez no sea buena idea entrar esta noche a la torre – murmuró al oído atento de Marco.

- ¿Qué has sabido, Clivio? – lo interrogó el viejo, con el ceño fruncido.

El plan se encontraba demasiado avanzado para suspenderlo. Habían gastado dinero y tiempo, y aquellos hombres se negarían a volver sin paga, amén de la desconfianza que generaría tan sorpresiva retirada.

- Oh, nada, nada, Marco – dijo Clivio. Miró de reojo al romano que permanecía atento a las inmediaciones de la torre. Murmuró, más bajo: - Es éste romano. No lo conocemos... ¿Quién es, eh? ¿De dónde ha venido? Bien puede ser un traidor... ¿Por qué confiamos tanto en él, Marco?

- Clivio – dijo Marco, caminando un poco adelante -. ¿No crees que es tarde para una discusión como ésta?

Se detuvo y enfrentó al muchacho con su aguda mirada. Mas allá veía al

romano pasear impaciente sin perder de vista el tenebroso edificio.

- Mira, Marco, sabes que te estimo – dijo el joven. Se había puesto serio. El pelo rubio le caía, desordenado, sobre el rostro y la capucha rebatida: - Tú eres mi maestro, mi guía. He aprendido a leer gracias a ti, y no he conocido otro hogar que tu casa... Creo que debo ser sincero ahora...

- Adelante, Clivio – dijo el viejo, impaciente -, aunque no es muy oportuno...

- La verdad es que tengo miedo...

- ¿Qué?... Pero, ¿recuerdas, hace casi un año? Tú me llevaste noticias de

este lugar, de las leyendas que circulaban a su alrededor. Tú insististe en venir a investigar, Clivio.

- Sí, sí, pero se dicen tantas cosas...

- ¿Qué, qué se dice? –insistió Marco, ya enojado -. Vamos, habla. Tú no crees en los comentarios de la calle. ¿Sabes qué pienso? Que sientes el miedo ante lo desconocido. Es natural, estás viviendo el instante crítico, ya pasará cuando estemos ahí dentro, verás.

El rostro de Clivio pareció descomponerse de preocupación.

- Pero es que no solo temo por mí, sino también por ti, Marco, amigo. Ahora reparo en lo peligroso de nuestra empresa.

- ¡Oh! – sonrió Marco, caminando alrededor del muchacho -. Tú no lo sabes, pero no hay empresa que valga la pena si no estás dispuesto a arriesgar el cuello. Agradezco tu desvelo por mí, pero aún no me retiro.

- Pero...

- ¡Ey! – llamó el romano -, ahí está la señal, es la hora.

Marco acudió presto y miró hacia donde señalaba. Clivio lo siguió, aturdido. Las luces se movían bajo los árboles, frente a la entrada de la torre.

- Son ellos – dijo Marco, y ajustó su espada en la cintura.

El romano hizo idéntico gesto y se levantó la capucha para cubrirse la cabeza y el rostro.

Pasaba la medianoche. Todo estaba saliendo a la perfección, exceptuando las dudas de Clivio.

Pero las acciones continuarían su cauce cuando el líder dijera “Vamos”

- No vayas – imploró Clivio con voz temblorosa.

El romano se volvió asombrado.

- ¿ Qué dice este? – preguntó al viejo-.

- Digo que no debemos ir – articuló el joven con claridad-. Es evidente

que se trata de una trampa.

- ¿Pero de qué hablas, Clivio? – insistió el romano- Tú, Marco, ¿estabas

enterado?.

- No, no, hombre – dijo Marco, sacudiendo la cabeza- Es que Clivio está

sugestionado, eso es todo... Vámonos ya.

Marco inició la marcha para cruzar la gran vía y la plaza que por las mañanas se llenaba de mercaderes. El romano pronto alcanzó sus pasos, resuelto. Clivio fue tras ellos, sin saber a qué atinar para detenerlos.

- ¿Sugestionado?- gritó - ¿Sugestionado yo? Pues, les referiré lo que me han contado esta tarde.

Los dos hombres se detuvieron, intercambiaron miradas inexpresivas y esperaron a Clivio.

- Dinos lo que sabes, Clivio – exigió Marco, volviéndose.

- En la torre se llevan a cabo ritos extraños... - balbuceó el joven, acezando.

- ¿Ritos?- se asombró el romano-.

- ¿Ritos religiosos? –quiso saber Marco-.

- Demoníacos –murmuró Clivio-.

El silencio reinó por un momento. Las sombras que portaban antorchas comenzaron a deslizarse bajo los árboles, rumbo a la calle. Venían hacia ellos.

- Ritos- masculló el viejo- ¿Con sacrificios, te han dicho?

- Sí, sangrientas ofrendas a un extraño dios... - completó el chico

satisfecho. Había conseguido impresionarlos.

El Romano miró al grupo de hombres que se acercaba.

- Yo iré, de todas maneras. He luchado mil veces contra enemigos más poderosos que yo. No retrocederé esta vez, soy un guerrero. ¿Tú que harás, Marco?

Marco suspiró y sonrió.

- Eres valiente, romano-dijo- y Marco Caldivio jamás abandona a un valiente.

Los hombres se detuvieron a una distancia prudencial. Clivio los observó, asustado, aunque sabía que no eran enemigos: encapuchados y vestidos de negro, con los yelmos relucientes en sus brazos y las espadas cruzadas en la cintura. Parecían verdugos. Sí. Ellos ofrecerían esa noche el sacrificio a esa divinidad extraña, maligna. Ellos lo harían. Y Marco, y el romano... ¿Por qué no lo comprendían?

Marco se acercó a Clivio y le tomó el rostro blanco entre las manos.

- Dime, Clivio, hijo, ¿quién te ha contado eso?

- Julius, el grabador.

- ¡Julius está loco! – murmuró Marco, disgustado, acercando su cara a la

del muchacho.

- Eso es lo que opinan todos – contestó Clivio, parpadeando frenéticamente -. Pero tú me enseñaste que debo formar mis propias opiniones, y no creer en los corrillos de la calle.

- Escúchame, Clivio –gritó el viejo-. Espera noticias nuestras en casa. ¡Vete!... Volveremos al amanecer, ya verás.

Marco se unió a los hombres que esperaban. El romano miró a Clivio por última vez, y cuando habló parecieron endulzarse sus duras facciones de guerrero.

- Obedece, Clivio, cada hombre debe seguir su destino.

- No deben ir. Ocurrirá una desgracia –suspiró Clivio, derrotado-.

- Tú desconfías de mí –murmuró el romano-, y tal vez seas el único que cuente la historia.

A grandes trancos alcanzó al grupo de hombres que marchaba en procesión rumbo a la Turris Magna.

Clivio quedó solo en el silencio de la plaza desierta. Su esfuerzo había resultado vano. Ahogado en la desazón dio algunas vueltas esperando y observando la imagen lúgubre de la torre que permanecía muda y a oscuras, como si nada estuviera sucediendo en su interior.

Cuando el sol se insinuó en el oriente, Clivio se cruzó la manta sobre el pecho y emprendió el regreso a casa, a la casa de Marco Calidio.

Algunos años después, Clivio visitó a Julius, el grabador, que llevaba registro de los hechos que sucedían en el mundo conocido. Había escrito, con intención de advertir a la posteridad:

“Anoche, en la torre de Nemausus tuvieron lugar extraños sucesos. Veinte hombres acordaron encontrarse en las inmediaciones de la torre, marchar en su interior por corredores obscuros abiertos en las entrañas de la tierra, para enfrentarse a los hombres subterráneos. Sospechaban que en la Turris Magna se reunían en secreto los enemigos de Roma, por ello llevaron

armas y ánimo de combate. Sin embargo el encuentro entre los buenos y los malos de Roma nunca tuvo lugar, aunque algunos hombres que volvieron a la superficie cuentan una feroz lucha contra los hombres gusano. Pero tales dichos en boca de dos o tres desquiciados, no son dignos de fe.”

- ¿Cómo es que conoces, Julius, los hechos de aquella noche? –inquirió Clivio-.

- Oh, es mi trabajo, muchacho –dijo el grabador-. Debo dejar sentadas para el hombre del mañana todas las locuras cometidas en este mundo. Yo debo saberlo todo...

- Sin embargo lo que cuentas es singular, la gente aquí es muy supersticiosa... ¿Estás seguro, Julius, de saber la verdad?

- Humm, no, no, pero, ¿quién puede conocer la verdad? –sonrió el viejo, en tono misterioso-.

- ¿Es todo lo que has registrado sobre esa noche? –insistió Clivio-.

- Sí, bueno –carraspeó el grabador. Era un hombre diminuto, encorvado y feo, de humor voluble y celoso de sus registros. Continuó: - Sé que desde entonces un hombre extraño vigila esa torre, cada medianoche, con intención de asaltarla. Mas luego, al amanecer, desaparece.

- Hum... ¿Un hombre alto y delgado, así, como yo? – preguntó Clivio -.

- Sí, sí, eso me han informado... - rumió el viejo, pensativo -. ¿Quién podrá ser? ¿Qué intenciones lo impulsarán... ?

- Ah, Julius, si usted no lo sabe es que tal vez la respuesta no existe –rió el visitante, y se despidió del grabador.

En la calle, Clivio aspiró el aire fresco de la noche. La luna brillaba en dirección a Nemausus. Apurando el paso llegaría minutos antes de las doce. Se cubrió con la manta oscura y recogió la capucha. Al abrigo de las sombras sonrió de nuevo: el secreto estaba a salvo.